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jueves, 26 de julio de 2012

La última noche en el Yagüe


LA ÚLTIMA NOCHE EN EL YAGÜE

El mes pasado tuve que acudir a urgencias con la triste sospecha de que, por los síntomas que padecía, acabaría siendo ingresada. Desafortunadamente estaba en lo cierto. Tras la espera de rigor y la lógica pesadumbre de mi situación, al fin pronunciaron mi nombre para conducirme a mi habitación. Fue entonces cuando la celadora me explicó que por los jaleos del traslado no me subían a la planta en silla de ruedas –como manda el protocolo-, y fue también así como me enteré de que me hallaba en plena semana de mudanzas. Lejos de desplomarme, afloró mi vena peliculera e inventé una historia, contándole que en realidad  era una infiltrada de la prensa, tipo “Samanta 21 días”, que me hacía pasar por enferma para cubrir la noticia y vivirla en primera persona. La perplejidad de la celadora ante mi sentido del humor la dejó desconcertada. Tuve que aclararle que se trataba de una broma…
Ciertamente, los días siguientes destacaron por un ir y venir de profesionales, de materiales en cajas, cachivaches, y lo propio de cualquier traslado que se precie. Por mi parte, he de señalar que en ningún momento dejé de estar  bien atendida. Tan sólo me fijé en las deficiencias y desperfectos de las instalaciones del agonizante hospital: interruptores sin una luz que encender,  camas con colchones defectuosos, baños con muy poca dignidad, toallas que semejaban paños de cocina. En fin, cualquier fallo era lo normal… Hasta que el último día del Yagüe irrumpió con un desaforado trajín, en el que los médicos se apresuraban por adelantar las altas a sus pacientes con el fin de facilitar en lo posible el obligado traslado. Apenas nos quedamos unos seis inquilinos en toda la planta, quienes a lo largo de la tarde fuimos informados, bajo folleto explicativo en mano, de las instrucciones a seguir durante dicho acontecimiento: nada de acompañantes, viajar únicamente con el cepillo de dientes, etc.
La última noche en el Yagüe transcurrió con más pena que gloria, escuchando los clicks de las cámaras que tomaban las últimas fotos de grupo del personal. En general, todos destilaban ansiedad e ilusión… Y así, la mañana siguiente amaneció envuelta entre una especie de bullicio y  tensión en los pasillos abarrotados de  enseres listos para despachar.
En seguida nos recogieron a los últimos pacientes, dejando atrás el eco de un vacío de tantos años. Pero había que mirar hacia delante, y ya instalados en una ambulancia, arrancamos rumbo al nuevo hospital en una aventura de película. Pronto me quedé pasmada ante el despliegue y movilización de medios y de fuerzas del orden público, al parar el tráfico para que toda la comitiva circulase sin obstáculo alguno. Como marquesas, hicimos nuestra entrada en la sección de urgencias del nuevo hospital para que quedase constancia del ingreso. Y es ahora, cuando puedo decir que a veces sobran las palabras para definir la grandeza y rotundez de la majestuosidad de un edificio. Estrené el hospital, lo mismo que el resto de médicos,  enfermeras, y  demás profesionales, haciendo corrillo para aprendernos los entresijos que surgían a cada paso. Ni que decir tiene que todo aquello se me antojaba de un hotel de lujo, mientras escudriñaba habitaciones, pasillos, estancias de espera y cuartos de baño deslumbrantes. Las vistas inmejorables: “Manhattan”, denominó el paisaje mi compañera de cuarto. En cuanto a la comida, se entablaron comentarios para todos los gustos. Únicamente una gran pega para contrarrestar tanta modernidad: no existe ni una sola persiana en todo el hospital…

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