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sábado, 10 de octubre de 2015

Adiós a Chantal Akerman

Por Eduardo Nabal

La mirada secuestrada

Chantal Akerman, hija de  familiares judíos represaliados por el nazismo de los que sólo sobrevivió su madre nació  en Bruselas hace sesenta y dos años en Bélgica y se suicidó hoy en París donde ha ambientado algunos de sus trabajos más interesantes. 

Como otros autores a la vez pequeños y grandes, experimentales e intimistas  esta belga de corazón errabundo, mirada profunda  y alma feminista es una de las secuelas más perturbadoras y productivas de la “nouvelle vague”, una directora que se enamoró del cine viendo a Godard, pero que ha centrado su obra en el cuerpo, la sexualidad, las relaciones de pareja, sus eternas desavenencias y la consideración  de lo fílmico como prisión de la condición femenina, de la condición humana. 
Akerman parecía obsesionada por las arterias de la ciudad, por los espacios cerrados, por las paredes desnudas en las que las mujeres tratan de  dar sentido a sus vidas, de escapar a los prejuicios heredados y  a las construcciones de su cultura, a buscar el otro lado del otro lado…
Su obra comienza dentro del cine experimental y de vanguardia cercana a gente como Jonas Mekas , pero se ha dió a conocer gracias a obras aparentemente destinadas a un público más amplio aunque  igualmente descarnadas, irónicas y destructivas en su visión de las relaciones humanas. 
Historias de amor, sexo y desamor, de inclusión-reclusión femenina están presentes desde sus primeros cortos hasta sus últimos largometrajes. Entre ellas destaca “Jeanne Dielman 23 Quai du Comerce 1080 Bruxelles”, donde dos prostitutas combinan con desconcertante naturalidad la actividad de amas de casa con el ejercicio de su oficio en un pequeño apartamento. 
El filme fue rodado en 1975 y llamó la atención por su atrevido uso de los interiores y el fuera de campo, los pequeños ruidos y los grandes silencios.

 En el mar, con un grupo de muchachas en flor bañándose despreocupadamente,  comienza  el que resulta ser uno de los filmes franceses más extraños de los últimos tiempos: “La captive”, rodado por la directora en 1999. Y en un mar oscuro y devorador concluye esta inquietante fábula ¿moral? 
El voyeur es un varón de noble cuna que desde su posición activa/pasiva/agresiva  nos hace pensar en Hitchcock y también en el peeping tom de Michael Powell, intentando apresar esa forma femenina, matando lo que ama, o “El coleccionista” de William Wyler que con su alma de entomólogo y su personalidad psicótica secuestra a una joven para que se enamore de él  El síndrome de Estocolmo, La campana, el silencio, la ópera, el encierro, la mirada masculina, la resistencia a desaparecer y el silencio de las mujeres viendo cine hecho por una industria hasta hace poco bastante varonil. 
Una reflexión femenina y hasta cierto punto feminista sobre el cine como aparato fílmico, que originariamente se construye para el disfrute escopofílico del varón y del varón heterosexual, inquieto por la libertad de una mujer y por su capacidad de mirar a otras mujeres y sentir algo distinto por ellas


Las imágenes del comienzo, con la joven jugando en la playa junto a otras jóvenes,  están rodadas por un mirón que, a la manera del Scottie en “Vértigo” (De entre los muertos)  de Hitchcock  la  persigue con paciencia,  en coche y a pie, por las calles de París, como el héroe de Hitchcock seguía a “la mujer” por las calles de San Francisco … 
El protagonista vigila meticulosamente el trayecto exterior de una joven a la que, como luego descubriremos, mantiene cautiva en un lujoso palacete parisino. De nuevo la mujer en la cama. Simon (Stanislas Merhar), sospecha que su idolatrada y algo inane  Ariane ( la gélida e inconfundible Sylvie Testud) -una joven que, misteriosamente, se deja custodiar en esa alcoba en la que es una bella durmiente y una muerta viviente-  se siente atraída por otras mujeres. 
Esta mujer supone  para él un misterio y quiere tenerla controlada las veinticuatro horas del día. Una jaula de oro que también puede ser la “campana de cristal” de Sylvia Plath, la casa de la colina de las hermanas Brönte, las casas de “Sospecha”,  “Atormentada” o  “Encadenados”  de Hitchcock   o el palacio de lujo y falsedad  de “La prisionera” de  Marcel Proust. Nunca “La habitación propia” de Woolf ni el taller de poesía de Adrienne Rich, la reivindicación atraviesa la búsqueda de formas de contar poco convencionales aun  a costa de alejarse del gran público.

Akerman ha sido una de las directoras más reivindicadas no sólo por la crítica feminista, de la que ella también forma parte como ensayista y teórica,  sino también por una franja de la crítica especializada que ha seguido su  titubeante, desigual, y  prácticamente desconocida entre nosotros, trayectoria fílmica. Una carrera misteriosa, en ocasiones hermética, ahora truncada para siempre.

Nunca acabó de resultar una realizadora al uso, y su cine, sobre todo en sus primeros trabajos, se plantea como cine de combate desde un aparato, el fílmico, que viene históricamente determinado por la preeminencia del varón y su forma de concebir y limitar el mundo

 Aspectos como la reclusión femenina y su relación con los objetos, los muebles y el espacio ya habían sido tratados por la autora en algunos  de sus filmes como en la cinta   experimental “Je tu il, elle” (rodada en 1974 y destinada, sobre todo,  a las salas de arte y ensayo y posteriormente a los festivales de culto de cine lésbico experimental ) o en la más lúdica y accesible, pero no menos perversa,  Nuit et jour”, y aquí se insertan en una narración que avanza con inquietante languidez. 
Teóricas feministas del cine como Annette Kuhn o Laura Mulvey  han querido ver en algunos de los trabajos de Akerman una reinvención-deconstrucción del concepto tradicional del placer fílmico partiendo  de romper con  premisas narrativas tan básicas como la sutura o  el plano/ contraplano al insertar largos planos secuencia de mujeres en actividades y rutinas humanas y conyugales que rara vez suelen presentarse con realismo, y menos aún en tiempo real, en la gran pantalla. 
En esta ocasión Akerman se decanta por la ficción y el trasfondo literario (Proust, Barnes, Colette, Leduc Duras,  Sagan,  Wittig, Bolieau-Narajeac,) pero mantiene algunas premisas reflexivas sobre el placer-displacer del cine clásico y moderno, de ver y no ver y de la posición de las mujeres como objetos y sujetos en espacios abiertos y cerrados, en construcción o semiderruidos, domésticos y sin domesticar. 
Un espacio que volveremos a encontrar en su última comedia dramática sobre la desintegración de una casa y un matrimonio “Demain on déménage”, sin estrenar en carteleras españolas,. 

Junto a  la sombra de Alfred Hitchcock,  la de  Marcel Proust (“La prisonière”)  planea sobre “La captive”, un filme cadencioso y contemplativo, una obrade cámara” en que la autora reflexiona sobre la pareja, el amor, el sexo y sobre el cine mismo buscando, de nuevo, desconcertar al público. Estamos, pues, ante una obra que, al margen de sus influencias literarias y cinematográficas, entra plenamente en el universo de una autora, Chantal Akerman, que ha alternado el cine experimental,  el político, la reivindicación de la condición  de mujer -aquí convertida en muñeca, fetiche y finalmente en suicida- y la reflexión colectiva o individual sobre la identidad geopolítica  europea y sus cambios. Incluso ha hecho alguna incursión en el cine comercial (“Un romance en Nueva York”, una discreta, menor  pero agradable comedia romántica protagonizada por Juliette Binoche y William Hurt). 


“La captive”, filme de ficción que  se desarrolla con elegante y deliberada  parsimonia ante el espectador, con un ritmo contemplativo y  con claros  referentes literarios y resonancias de clásicos del cine, no escapa a esta rareza que  casi nunca busca la complacencia del público, sino más bien su máxima incomodidad. 
Una de las secuencias más irónicas y a la vez estremecedoras de un filme de sabor decimonónico, aunque ambientado en la actualidad, es aquella en la que Simon  interroga a una pareja de lesbianas intentando entender qué es lo que encuentran en una mujer que no exista o pueda existir en un hombre. Y una de las más hermosas es aquella en la que Ariane, que permanece casi todo el día en la cama, sale al balcón para dar la réplica vocal a una vecina que se arranca a cantar un aria de ópera, ante la mirada perpleja de Simon en la calle, al pie del edificio. Su cautiva tiene vida propia. 
La musicalidad de las voces femeninas es una constante en el cine irónico y trasgresor de esta mujer belga fascinada por las calles de París y los secretos que esconden sus casas, sus parejas, sus palacetes, sus barrios. 
Akerman no resuelve el misterio, y todo el filme tiene ecos del Hitchcock romántico, con esa banda sonora que alterna la música clásica y la imitación de los acordes evanescentes de Bernard Hermann, o la atmósfera  de las novelas francesas de amour fou, no eludiendo la cursilería, aunque siempre con el toque de una mirada corrosiva que,  sabiéndose de algún modo domesticada por los sistemas de representación imperantes,  se resiste a permanecer en silencio.

Akerman se consideraba entre las cineastas europeas más innovadoras de su generación, pues jamás cuenta las historias tradicionales, y mucho menos en la forma en que el público lo espera, sino que emplea el lenguaje cinematográfico y el estilo minimalista para explorar personajes y espacios cotidianos e ignorados. Sobre su filmografía se  ha dicho que se proponía  “trabajar exclusivamente con el lenguaje del cine, sin apelar a ningún tipo de elemento narrativo o sentimental... es el lenguaje en sí mismo la esencia de mis películas, que no quieren recurrir a las posibilidades de la identificación. 

Según sus propias palabras:
“Comparado con las instalaciones, el cine es un trabajo heroico, enorme, pues en las instalaciones puede verse el resultado de inmediato, pero en cine solo te enteras de lo que hiciste mucho tiempo después. La mayor parte de las veces, incluso en filmes experimentales, tienes que escribir una historia, si es que pretendes ganar algún dinero. Trabajos como A couch in New York son enteramente comerciales. 
Pero a pesar de todo me gustó escribirla, como diferencia. En los documentales, nunca sé lo que voy a hacer antes de filmarlos, y por tanto no puedo escribirlos, pues carecen de planes y de alguna manera son aterradores, pues pueden terminar de cualquier modo. 

“Siento que mi estilo está más cerca de Carl Dreyer que de Warhol, Bresson o Snow, con los que frecuentemente se asocia mi trabajo en el cine. En Dreyer está esa tensión entre las emociones que puede proyectar un rostro, o las cosas que el espectador cree ver en ese rostro. 

“Cuando era joven mi sueño era convertirme en una gran escritora. Escribí mucho, pero los grandes escritores me seguían impresionando. Siempre me digo que en algún momento pararé de hacer películas y me dedicaré de veras a escribir. Aunque parezca tonto y caprichoso escuchármelo decir, creo que la literatura es el medio que más me interesa. 

“Nunca he tenido carné de ningún partido y siempre me ha sido difícil adherirme a conceptos macropolíticos. Pertenecí unos meses a un grupo feminista y salí desilusionada. No soy una “cineasta feminista”. Pero siempre he tenido una conciencia muy clara de las situaciones injustas, soy incapaz de aceptarlas. Cuando de niña veía a mi madre, en casa, hacer todo el trabajo... el caso es que toda mi obra nace de experiencias muy íntimas, difícilmente comunicables, no de grandes ambiciones ni postulados teóricos. Pero, sin duda, el resultado final acaba por ser, de algún modo, político, universal. 

“En mi obra hay una voluntad de silencio, un deseo de callar para decir más en otra ocasión. En una de mis películas, Sur, trataba un linchamiento en una ciudad del sur de EE.UU. La policía había trazado círculos en la calzada para señalar dónde habían quedado esparcidos los restos del asesinado. Yo los filmé y creo que aquellos círculos resultaban más elocuentes, más traumáticos, que la visión del cadáver, algo que al fin y al cabo aparece hoy en cualquier película. 
Hoy todo se muestra de forma absolutamente literal, las imágenes bullen, pero nada sucede. Estoy muy de acuerdo con Proust cuando dijo que hacen falta nuevas estrategias para hablar de lo importante”. 

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